Política de drogas y salud pública en Latinoamérica

Original em Espanhol

rsz_folha_de_cocaLa mayoría de las personas piensan que si no consumen drogas ni participan en el narcotráfico, nunca serán afectadas por el régimen actual de control internacional de drogas, pero es una grave equivocación. Las políticas relativas a las drogas no conciernen solamente a los consumidores ni a los traficantes, sino que afectan la vida de enfermos de diversos males, que tienen dificultades para conseguir medicamentos, así como la de quienes necesitan un tratamiento para superar su drogadicción. También afecta a las personas que viven en espacios urbanos marginados — que suelen ser los más perjudicados en la guerra contra las drogas— y a quienes siembran cultivos ilícitos a cambio de protección de grupos armados. También cobran un precio sin proporciones a las poblaciones más vulnerables, como las mujeres, los niños y los jóvenes, así como a las minorías raciales, que cargan con el peso de la represión indiscriminada, tengan o no que ver con el uso y la distribución de narcóticos. Durante mucho tiempo, estas repercusiones de las políticas actuales sobre las drogas han sido consideradas meros daños colaterales. De hecho, si se considera el régimen internacional vigente de control de drogas, el acceso a la salud aparece muy abajo en la lista de las prioridades. Esto representa un alto precio, particularmente en los países de Latinoamérica.

El régimen de control de drogas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) data de la década de 1960. Fue elaborado con el designio de tener “cero consumo” en el mundo, algo que los expertos ya han aceptado que es imposible. La humanidad siempre ha utilizado psicotrópicos de diversas maneras. Aunque el régimen actual reconoce que no todas las variedades de drogas son perjudiciales, se ha recargado demasiado el énfasis en controlar las sustancias y no lo suficiente en garantizar el acceso a los compuestos que tienen fines medicinales y de investigación científica. Además, el régimen se ha centrado demasiado en el combate a la oferta y no en la reducción de la demanda.

Latinoamérica es un lugar de producción, consumo y tránsito del mercado mundial de drogas. Esto nos hace un blanco natural. No sorprende que nuestra región sea una de las más violentas del planeta. Hemos sufrido mucho tiempo el paradigma de la guerra contra las drogas y ya es tiempo de realizar un cambio. Conviene hacer un mayor esfuerzo para contabilizar los costos reales de las políticas relativas a las drogas, así como para imaginar nuevas formas de medir los éxitos y fracasos, con parámetros que realmente midan el verdadero objetivo del control: promover la salud y el bienestar de la humanidad. Debemos reformar la política de drogas.

LA SALUD ES MÁS QUE NO ESTAR ENFERMO

Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedades o dolencias. Así, el derecho a la salud incluye más que el acceso a los servicios médicos. También es el derecho a los determinantes básicos de la salud, como ambientes sanos y seguros, bien-estar, equidad, no discriminación y protección contra la violencia.

La política de drogas está en el centro de todo y determina quién tiene acceso a las sustancias controladas y qué medios pueden utilizar los Estados para implantar sus políticas. Si se hace un análisis de las intenciones del actual paradigma de prohibición, se ve que estamos frente un sistema que tiene el objetivo de controlar productos que pueden ser nocivos. Hace 50 años, se optó por legislar la prohibición de las drogas, reprimir la oferta y criminalizar el consumo. Al final, se causaron más daños de los que se evitaron.

En última instancia, en el esfuerzo por controlar estas sustancias hemos perdido el control: en el mercado negro se venden drogas cada vez más poderosas a personas que no tienen ningún conocimiento sobre sus efectos ni sobre cómo utilizarlas responsablemente. Lo que es peor, se niega el acceso a quienes necesitan medicinas para aliviar dolores y evitar sufrimientos innecesarios.

La política de drogas, particularmente las medidas que tienen por objeto reducir la oferta de las drogas ilícitas, ha tenido efectos inesperados y significativos en la salud mental y física de las comunidades. En particular, preocupan los niveles de violencia a lo largo de las rutas de tráfico ilícito y en comunidades afectadas por las respuestas militares de los Estados. En Latinoamérica, cada segundo que se pierde sin emprender la reforma de la política de drogas agrega más muertes.

Para demostrar cómo la política de drogas afecta la salud de las personas y a sus comunidades, narraremos algunas historias reales, aunque los nombres de sus protagonistas fueron cambiados. Desgraciadamente, estas historias no son tan singulares como pueden parecer.

LA HISTORIA DE MAYRA Y ANA

Mayra, una madre brasileña de clase media, nunca pensó que fuese a transgredir la ley. Su hija Ana sufre epilepsia grave y, pese a que en Brasil es ilegal el uso medicinal de la cannabis, decidió enfrentar el riesgo de ser arrestada, con tal de probar las medicinas hechas de cannabidiol (CBD). Cuando las condiciones de su hija mejoraron más que con ningún otro tratamiento, decidió sentar los antecedentes para beneficio de otras madres de niños que sufren el mismo padecimiento. Tras una campaña muy valiente, Ana fue la primera persona en ser autorizada por una corte brasileña a importar y usar CBD en Brasil. Su historia ha sido fundamental para el movimiento que clama por la regulación de la cannabis medicinal.

El acceso a sustancias controladas para uso medicinal y terapéutico es un tema central en Latinoamérica, tanto como en el resto del mundo. Pese a las garantías internacionales para que la prohibición no obstaculice el acceso a los analgésicos y otros medicamentos, la realidad es distinta. Mientras que es relativamente fácil adquirir opiáceos en el país, no pasa lo mismo con la mariguana para uso medicinal y terapéutico.

Según el Reporte 2014 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, se calcula que 5500 millones de personas en el mundo tienen problemas para obtener analgésicos opiáceos, en particular morfina, lo que les causa un dolor y un sufrimiento que podría evitarse. Pacientes de cáncer terminal o en las últimas etapas del VIH/sida, así como mujeres que experimentan dolor extremo en el trabajo de parto están entre los grupos más afectados. La OMS estima que decenas de millones sufren dolor por falta de medicamentos controlados.

Además, apenas una pequeña proporción de las personas que se inyectan drogas reciben los medicamentos controlados para tratar la dependencia. Por esta situación, los objetivos de control del vih —que están también entre los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible de la onu— no se alcanzarán en décadas, como indicó el relator especial sobre el derecho de toda persona a gozar del máximo nivel alcanzable de salud física y mental, en su carta sobre las repercusiones de la política de drogas. Esta situación se debe a que gobiernos y organismos de la onu dan la prioridada impedir el desvío de sustancias controladas a objetivos ilícitos y no a las necesida-
des médicas y científicas.

También necesitamos entender mejor que el estigma y el miedo a la adicción estorban el acceso a estas medicinas. En algunos países, las regulaciones estrictas  sobre la prescripción de medicamentos controlados, que muchas veces están vinculadas a las convenciones de la onu, crean una situación en la que los médicos tienen que trabajar entre el temor y la incertidumbre legal, real o percibida. Muchos tienen miedo de prescribir medicinas controladas debido al riesgo de ser procesados por mala conducta profesional al no limitarse a los regímenes estrictos. Lo que es peor, esta situación influye en las actitudes usan sustancias controladas, lícitas o no.

EL CASO DE RENATA

Renata es madre de tres hijos y fue diagnosticada con esquizofrenia. Actualmente se encuentra en la cárcel por tráfico de drogas. Dio a luz a su hijo menor en octubre de 2015, en una celda solitaria de Talavera Bruce, una prisión de Río de Janeiro. Pidió ayuda cuando sintió las primeras contracciones, pero como nadie la socorrió, pasó sola todo el parto. No es la única que ha tenido que enfrentarse a esto en una prisión en Brasil. Un repaso de los diarios revela otras historias de terror de mujeres que han dado a luz a bebés en bolsas de plástico o amarradas a su cama de hospital, encarceladas y sin atención médica adecuada.

En la cárcel, Renata no recibió medicamentos para su padecimiento mental. Las autoridades penitenciarias la registraron como adicta a las drogas con episodios de descontrol por abstinencia. Estaba embarazada cuando fue arrestada (lo que los directores se negaron a confirmar) y se encontraba en tratamiento por esquizofrenia en un centro de salud pública local. Se desconocen las condiciones de su arresto. En el momento, había otras treinta mujeres embarazadas en Talavera Bruce, veintisiete de las cuales todavía esperan su juicio y podrían estar esperándolo en libertad. Más del 60% de las mujeres que se encuentran en las cárceles en Brasil han sido arrestadas por tráfico de drogas.

La historia de Renata es más complicada que la de Mayra y Ana. No está claro si ella consumía drogas o si un ataque de esquizofrenia fue confundido con el síndrome de abstinencia. Lo que sabemos es que no recibió en la cárcel ningún tratamiento para su enfermedad. Tampoco recibió cuidados previos al parto y, como otras compañeras presas, la dejaron internada, pese a que hubiera podido esperar su juicio en libertad. Por ello, en su caso se mezclan los temas de justicia criminal y atención médica, dentro y fuera de las prisiones.

JUSTICIA CRIMINAL Y ABUSO DE DERECHOS HUMANOS

Los esfuerzos por contener la oferta, el tráfico y el consumo de drogas en Latinoamérica han causado daños colaterales en la forma de corrupción, encarcelamiento y violación de los derechos humanos. En la mayoría de países de la región, las cárceles están sobrepobladas y muchas veces operan por encima de su capacidad.

En un estudio sobre la relación entre la legislación relativa a las drogas y las poblaciones carcelarias en Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Uruguay se concluyó que la aplicación de leyes por delitos con-
tra la salud ha dado por resultado un aumento ingente de los procesos, prisiones abarrotadas y sufrimiento de cientos de miles de personas que cometieron delitos menores o que tenían drogas en su poder (muchas veces por primera vez).

La respuesta punitiva ha exagerado la dependencia en las penas y la represión, lo cual desemboca en la violación de los derechos humanos. A medida que ha aumentado el negocio de las drogas, el crimen organizado ha extendido su alcance y hoy constituye una amenaza fundamental a la autoridad y legitimidad del Estado, que debilita el proceso democrático y el crecimiento económico.

El tráfico de drogas es considerado un crimen atroz en Brasil, donde Renata está encarcelada, pese a que muchos de los arrestados por ese delito son infractores no violentos, detenidos por primera vez. Además, aunque la legislación brasileña distingue entre consumidores y traficantes, en un intento por dar alguna proporcionalidad a las sentencias, no hay métricas objetivas para hacer la distinción. Desde que entró en vigor la nueva legislación de 2006, el número de personas encarceladas por tráfico de drogas aumentó más del 200% y cumplen sentencias aún mayores, mientras que en el mismo periodo se incrementó apenas 50% la población carcelaria general.

El encarcelamiento tiene serias consecuencias mentales y físicas tanto para los prisioneros como para la comunidad. Deja huellas vitalicias que pesan sobre toda la familia, por el estigma y las consecuencias de tener antecedentes penales. En muchos países, esto se convierte en barreras de los servicios sociales y el empleo.

En las décadas pasadas también hemos observado que las leyes que penan el uso de las drogas, así como las políticas que se les asocian, alejan a las personas de los servicios médicos, que no reciben el tratamiento adecuado para vih, hepatitis C, sobredosis y dependencia. También impide el establecimiento de una política de drogas centrada en la salud y la educación para la prevención que se enfoque tanto en retardar el inicio del consumo como en impedir el abuso.

Las políticas de represión también han servido para aumentar los encarcelamientos y abarrotar las prisiones, que no tienen la capacidad de ofrecer los cuidados aceptables y se convierten en un ambiente propicio para un tratamiento cruel, inhumano y degradante.

Asimismo, hay un problema cuando se combaten los delitos contra la salud con detenciones arbitrarias y sentencias sin proporcionalidad. Según vimos, muchas de las gestantes de Talavera Bruce podrían esperar su juicio en libertad. Pese a que no sea el caso de Latinoamérica, algunos países, como Arabia Saudita, China, Indonesia e Irán, también aplican la pena de muerte por delitos de drogadicción. No obstante, hay consenso en que estos delitos vinculados no se ajustan a los parámetros de los “crímenes más graves” establecidos por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así que esta práctica es una violación a la legislación internacional sobre derechos humanos.

TRATAMENTO CASUÍSTICO Y REDUCCIÓN DE DAÑOS

Una política de drogas centrada en la salud debe garantizar que el tratamiento para la dependencia sea accesible económica y geográficamente, debe estar adaptada a las necesidades de poblaciones específicas, como mujeres, niños y jóvenes, y debe basarse en las evidencias de los casos. Por ejemplo, si Renata realmente necesi-
taba un tratamiento por drogadicción, tendría que haber estado a su alcance en la misma cárcel.

Las personas que sufren una dependencia también deberían ser alentadas a participar en el diseño, implantación y evaluación de su propio tratamiento, debido a la complejidad de las adicciones. El consentimiento informado debe ser un requisito inexcusable y el tratamiento obligatorio debe limitarse a los casos más graves. Se ha demostrado que los centros de detención son ineficaces y violatorios de los derechos humanos.

Además del tratamiento, debe haber programas de reducción de daños para quienes los necesiten, dentro y fuera de las prisiones. Los tratamientos de reemplazo también son tema de reducción de daños.

Pese a las evidencias sobre su eficacia, muchos países todavía se resisten a establecer programas de reducción de daños. El tema está demasiado politizado en los debates internacionales y los países se niegan a entender que redu-
cir los daños que causa el consumo de drogas no contradice el objetivo fundamental del régimen de control.

La situación empeora por el hecho de que los esfuerzos internacionales por reducir la demanda de drogas han sido un total fracaso. En 2010 se calculó que entre 150 y 300 millones de personas de entre 15 y 64 años habían consumido una sustancia ilícita al menos una vez en el año anterior. En Latinoamérica, en estudios hechos por la Oficina de las Naciones Unidas para el Control de las Drogas y la Prevención del Delito (onudd) se ha revelado que las tendencias de consumo de diversas categorías de drogas han crecido de manera constante. Las políticas actuales han hecho poco por detener el consumo mundial de narcóticos. En la mayoría de los países no se impulsan políticas ni campañas de prevención basadas en la educación y centradas en reducir los daños, pese al fracaso del esquema prohibicionista.

LA BALA QUE ALCANZÓ A BEATRIZ

Beatriz tenía apenas 13 años la noche del 5 de enero de 2016, cuando la policía y una pandilla se enfrentaron en Morro dos Prazeres, una favela de Río de Janeiro, conocido bastión de traficantes antes de ser pacificado en 2011. Dentro de su casa, la niña fue alcanzada en el cuello por una bala y fue internada en el hospital. Beatriz fue declarada con muerte cerebral dos días después. Amigos, familiares y vecinos tomaron las calles de Morro dos Prazeres en forma de protesta.

Latinoamérica registra las tasas más altas de homicidio juvenil del mundo, mayores incluso que en regiones en guerra. Para comenzar, un tercio de los 450 000 homicidios anuales que se cometen en el mundo ocurren en Latinoamérica, que tiene solamente un décimo de la población. Los conflictos relacionados con la producción y distribución de drogas ilegales han sido devastadores, lo mismo las luchas de los carteles por el control de las rutas del narcotráfico, como el combate de los gobiernos nacionales contra los narcotraficantes. La violencia ha llegado a proporciones epidémicas.

En Brasil, las principales víctimas de la brutalidad policial son jóvenes negros de entre 15 y 19 años, que generalmente son señalados como traficantes de las favelas y que no suelen gozar de la simpatía de la ciudadanía. Esto ha favorecido la práctica de los asesinatos extrajudiciales, que consisten en el homicidio de individuos por parte de las autoridades, fuera del curso regular de los procedimientos judiciales, algo alarmantemente común en la región. En un informe de 2007 de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, en Brasil se estableció que la policía mata con frecuencia a los sospechosos, en lugar de investigarlos y arrestarlos, y que muchas personas han sido asesinadas por la policía en operaciones rápidas en las favelas, de forma similar a las incursiones militares de una guerra. El uso innecesario de la fuerza en el contexto de la lucha contra las drogas es tam-
bién de gran preocupación.

Ahora bien, todos estos esfuerzos de control han sido en vano. Las políticas tradicionales no han logrado reducir la oferta de drogas ilegales. Las políticas anti-drogas se han centrado en fumigaciones, erradicación y sustitución de cultivos, lo que ha tenido un impacto más bien limitado sobre la producción de cocaína, heroína y marihuana en la región. En cambio, estas políticas han fomentado la expansión de las rutas del tráfico por los países vecinos, lo que ha agravado la corrupción y posiblemente ha exacerbado la violencia y ha acentuado la vulnera-
bilidad de las poblaciones más marginadas.

Como se ve en los casos de Beatriz y Ana, las políticas de drogas también tienen repercusiones en los niños. Como indicó el relator especial sobre el derecho de toda persona a gozar del máximo nivel alcanzable de salud física y mental en una carta a la Comisión de Estupefacientes y otros organismos relevantes de la ONU, todavía no hemos investigado a fondo el efecto de las drogas, el narcotráfico y las políticas de Estado represivas en los niños y en su derecho a la salud.

Por lo regular, al abordar el tema de los peligros de la drogadicción para la niñez, lo normal ha sido concentrarse en los programas de prevención. Sin embargo, hay otros temas relacionados que afectan a los niños, como el encarcelamiento de sus padres, quedarse sin techo, sufrir la violencia del narcotráfico, quedar mezclados en el trasiego, enfrentar las dependencias y no contar con un tratamiento adecuado de sus adicciones. Además, algunos programas de prevención no corresponden a la realidad de la región ni contemplan los derechos humanos. Necesitamos tener garantías de que los niños recibirán la atención más calificada por medio de intervenciones casuísticas, y de que participarán en programas educativos y campañas de información eficaces y objetivos, de acuerdo con las normas internacionales de prevención estipuladas por la ONUDD.

CAMINOS POR SEGUIR

Las políticas punitivas del consumo de drogas están firmemente enraizadas en prejuicios, miedos y posturas ideológicas, en lugar de responder a evaluaciones objetivas y concretas sobre las realidades. Esto no quiere decir que seamos complacientes con las drogas y sus proveedores, sino que entendamos que es un problema de salud pública y no solo del sistema de justicia criminal. Los recursos públicos deben estar dirigidos adecuadamente a programas de salud, educación y seguridad.

Lidiar con temas relacionados con las drogas comprende más de lo que abarcan las políticas centradas en la oferta. Si vamos a encauzar la política de lucha contra las drogas por un eje centrado en la salud, los políticos y los líderes tendrán que reformar el régimen internacional de control de drogas y las legislaciones nacionales, separándose de la perspectiva punitiva que ha guiado los debates desde hace medio siglo. El llamado para una Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ungass) sobre drogas, que va a celebrarse en abril de 2016, es una señal de que entramos en una nueva fase. Los Estados miembros deben aprovechar esta oportunidad para entablar discusiones honestas sobre lo que ha funcionado y lo que hay que cambiar.

Las nuevas reflexiones sobre las políticas mundiales reconocen que las evidencias científicas deben ser la base de las políticas públicas. Los zares del combate a las drogas, autoridades, especialistas de salud y activistas subrayan en forma unánime la importancia de dar respuestas basadas en cifras confiables sobre la oferta, la demanda y el consumo de drogas.

Un nuevo enfoque sobre las políticas de drogas debe tener efectos de alto nivel que mejoren el bienestar y, como mínimo, que no causen daños. Este esfuerzo comprende dos expectativas básicas. Primera, las políticas de drogas progresistas deben tener como objetivo mejorar la salud y el bienestar, en lugar de reducirlo, pues deben pro-
ducir el menor daño posible al menor número de personas. Segunda, se debe mejorar la seguridad de los consumidores y del público en general. Un elemento clave debe ser reducir la violencia asociada a las drogas, incluidas las violaciones a los derechos humanos, y reforzar la seguridad.

Las políticas de drogas actuales, con su énfasis en el gasto militar, la represión, la infraestructura de inteligencia y los castigos penales, representan lo que los economistas llaman “gasto improductivo”, pues las ganancias para la sociedad son pocas e insignificantes. Un esquema eficiente debe garantizar que los ahorros generados por una política mejor diseñada (los retornos de traficantes y consumidores rehabilitados al reintegrarse al mercado laboral o la proporción del presupuesto de la policía y los sistemas carcelarios que se invierta en gastos en escuelas y hospitales) se aprovechen en otros sectores sociales productivos.

Una manera de cambiar el enfoque sobre las políticas de drogas y su práctica es pensar de nuevo en las mediciones de éxitos y fracasos. En particular, fijar nuevos objetivos, metas e indicadores de las políticas podría imponer una dirección más constructiva al problema de la drogadicción. Esta es una propuesta más revolucionaria de lo que pueda parecer. En lugar de darle priodidad a la reducción de las hectáreas cultivadas o al número de traficantes arrestados, el enfoque se centra en la participación de pequeños productores rurales en talleres vocacionales y en proyectos de medios de vida alternativos, y en explorar las posibilidades de dictar otras sentencias a los infractores de bajo nivel y no violentos. Si se comprueba su eficacia, estimularía a los gobiernos y a las sociedades para que consideraran las medidas de intervención destinadas a prevenir y reducir la producción, el tráfico y el consumo de narcóticos. También se privilegia la salud, la seguridad y los derechos humanos, en lugar de recurrir a la justicia criminal y a los medios militares para enfrentar el narcotráfico.

En el pasado, las políticas de drogas nacionales e internacionales no se diseñaban ni se medían con los hechos, sino que se guiaban de acuerdo con cuestiones políticas e ideológicas. La disparidad entre los datos, las métricas y las respuestas ha contribuido a empeorar el problema de las drogas.

Todavía hay un largo camino por recorrer, y una de las rutas debe consistir en una estrategia de llamado paciente y persistente a los consumidores para advertirles sobre los riesgos y daños de las drogas. Aunque ahora en algunas partes del mundo hay una tendencia a no criminalizar la posesión de drogas, lo cual fortalece un para-
digma centrado en la salud, también debe venir acompañada de campañas de preven-
ción sólidas.

Quienes defienden los movimientos de derechos humanos y civiles se están dando cuenta de la importancia de un programa de reforma de las políticas de drogas en Latinoamérica y en otras partes del mundo. Se están uniendo en distintos sectores para impulsar cambios nacionales, regionales e internacionales. Los medios de comunicación también tienen un papel clave en esto. Deben aportar información más completa y equilibrada para enriquecer el debate y llevarlo más allá de la narrativa común de delincuencia y enfermedad. Se necesita una discusión más amplia sobre cómo reducir los daños sociales causados por la prohibición y el abuso de las drogas.

No obstante, para realmente atacar todos los problemas actuales relacionados con las drogas, necesitamos empezar a probar modelos de reglamentación responsable como medio de socavar el poder del crimen organizado, que ha prosperado con el tráfico ilícito de drogas. Se trata de tomar la decisión entre dejar el control en manos de los gobiernos o de los traficantes; no hay tercera opción para que los mercados de drogas desaparezcan. Algunos países de Latinoamérica han tenido la determinación de enfrentar este debate y es de esperar que así lo hagan en la ungass 2016 y durante los próximos años.

Por Ilona Szabó e Ana Paula Pellegrino
Artigo de opinião publicado em abril de 2016
Foreign Affairs Latinoamérica

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